«Sabotaje»: ese formidable cierre de una trilogía que nadie quiere que sea ni cierre ni trilogía

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Anoche me metí entre parietal y occipital los dos últimos capítulos de Sabotaje (Alfaguara, 2018), el libro con el que Arturo Pérez-Reverte ha puesto fin a la trilogía de Lorenzo Falcó, y he de reconocer que cuando hube terminado su lectura me invadió una sensación un tanto extraña. A fin de cuentas, a lo largo de sus tres aventuras (Falcó, Eva y ahora Sabotaje) he acabado por sentir cierta empatía por ese cabrón que es su protagonista, y tanto ha sido (y es)  así que ojalá y el autor cartagenero decida hacer vivir nuevas aventuras en un futuro al que, tal y como me imagino yo, es nuestro peculiar James Bond patrio. Porque creo que, con estas tres novelas, Falcó se ha ganado a pulso, por méritos propios, un sitio privilegiado entre los personajes literarios más ilustres de la novela española.

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Por ponernos un poco en situación, Sabotaje transcurre en el París de 1937, un babel de asfalto y cristal en el que viven, y conviven, hombres y mujeres de infinidad de nacionalidades e ideologías y que lo hacen, además, en aparente (aunque frágil) calma. Así, entremezclados con los ciudadanos franceses, podemos encontrar a intelectuales o artistas, también a aventureros, a muchos (de los anteriores pero también de otros ámbitos) huidos de sus países por cuestiones políticas (represaliados o auto-exiliados) y, cómo no, también a espías y espiados. En Sabotaje, todos ellos, sin excepción, conforman un enredo monumental gracias a la no menos formidable (por cuanto a lo excepcional) idiosincrasia política de Europa, donde muchos países están atravesando momentos cruciales en sus respectivas historias; con un conflicto civil en el caso de España, con el auge del nacionalsocialismo en Alemania, con el del fascismo en Italia, con el comunismo más radical en la Unión Soviética y con muchos otros países como convidados de piedra pero atentos, a su vez, a lo que pueda pasar (y que, como todo el mundo sabe, pasaría cuatro años más tarde, en 1941, con el estallido de la II Guerra Mundial) y a las determinaciones a tomar en el caso de que haya que tomar partido por unos u otros.

Y ahí, en medio de esta macedonia política y social, encontramos a Lorenzo Falcó, quien ha sido enviado a la capital francesa bajo la identidad falsa de Ignacio Gazán, español residente en La Habana, para desarrollar una misión doble: por un lado, sabotear (de ahí el título de la novela) el cuadro que Picasso está preparando para la exposición internacional de París (recordemos que Falcó trabaja a sueldo del SNIO, una sección de Inteligencia del bando sublevado en la contienda civil y que Picasso simpatizaba con la República), es decir, el famoso Guernica, y por otro tejer una minuciosa tela de araña en la que atrapar a un activista de izquierdas (Leo Bayard, un entusiasta de la causa republicana y todo un estandarte cultural), y hacerlo además de tal modo que sea visto, a los ojos de sus propios camaradas republicanos y comunistas, como un topo del fascismo, con lo que no solo quedará desacreditado ante ellos sino que muy posiblemente conseguirá que sea la gente de su propia cuerda ideológica quien se «encargue» de él.

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Para construir este relato, Pérez-Reverte vuelve a mostrarse sumamente eficaz en la narración; por un lado, introduce en la historia un formidable rosario de personajes secundarios que dotan a la acción de matices, y momentos, sensacionales; y por otro, y esto es lo que sin duda me ha sulibeyado (permítanme el uso de este regionalismo latinoamericano), los cameos que el autor cartagenero incluye. Y no me refiero sólo al propio Picasso (me encanta cuando mantiene con Falcó una divertida conversación en la que el pintor malagueño se indigna porque Falcó cree que el quinqué del Guernica es una zanahoria) sino a Marlene Dietrich, a quien Falcó osa (o, más que osa, se da el gustazo de hacerlo) tirarle los tejos y la actriz alemana, sorprendida, responde con una naturalidad que abruma, y, sobre todo, a Ernest Hemingway, formidable escritor y borracho superlativo al que Pamplona puede darle las gracias (entiéndase la ironía) por haber escrito Fiesta y con ello convertido sus Sanfermines en el mayor epicentro de peregrinaje de turistas y borrachos de todo el orbe.

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En Sabotaje, Hemingway no aparece como Hemingway sino como Gatewood, un escritor borracho y fanfarrón al que Falcó, al final, y después de aguantarlo varios días y en varias circunstancias, no puede sino zanjar su relación con él dándole una zarzuela de hostias en los baños de un club parisino.

¿Qué más queréis que os diga? Pues que os compréis el libro y que os lo leáis. Porque su pulso narrativo es sensacional, porque la acción en él desarrollada es muy adictiva, porque, como no podía ser de otra manera tratándose de Pérez-Reverte, está formidablemente escrito y porque te mantiene en tensión desde la página 1 y hasta la 372, que es la última.

¿Algo más? Sí: antes he mencionado de pasada que advierto a Lorenzo Falcó como una especie de James Bond español. Y tanto es así que servidor, que ha visto absolutamente todas las películas del espía británico porque me encantan, entrevé una barbaridad de puntos de conexión entre ambos personajes; no solo hablo de rasgos físicos (altura, atractivo) ni de vestimenta (la elegancia como tarjeta de presentación), sino también de modo de desenvolverse, de actuar, de hablar. Esa chulería casi canallesca, esa insolencia y, sobre todo, esa autoconfianza rayana con la egolatría más absoluta a la hora de relacionarse con las mujeres. Y digo todo esto basándome en paralelismos que, como pinceladas, paso a exponer brevemente.

Falcó, y así lo ha expresado en bastante ocasiones Pérez-Reverte, es un tipo amoral, sin escrúpulos, y éstos son rasgos que también comparte con el espía británico. James Bond, recordemos, es un miembro del MI6, y en muchas de sus películas parece actuar movido por el amor a Inglaterra; ahora bien, no siempre es así. Es un tipo frío, calculador, que en más de un filme ha actuado según su propia conveniencia, fuera del protocolo de la misión. Así, me viene a la mente aquella escena de Pierce Brosnan en Goldeneye cuando, en el instante previo a que 007 suelte la mano de su ex compañero y amigo 006 y le arroje al vacío, éste le dice “¿Por Inglaterra, James?”, a lo que Bond replica “Por mí”.

Más terrenos comunes: James Bond (el clásico) tiene buen gusto relojero y gasta un Rolex submariner (como creo que también hace el propio Pérez Reverte, a tenor de alguna fotografía que he visto suya en la que se intuye este precioso reloj). Falcó, después de echado a perder su Patek Philippe, se compra… un Rolex. Vale, no es un submariner, pero se me antoja un guiño el hecho de que sea un Rolex y no un Tudor, un Cartier, un Tag Heuer o un Omega, por ejemplo.

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Sigo. Bond es un mujeriego irredento. Falcó… también. Bond fumaba. Falcó… también. En Sabotaje aparece el siniestro, aunque efímero, personaje de Verdier, a quien servidor no puede sino imaginarse como Blofeld, el villano jefe de Spectre; además, ambos tienen un gato, algo también curioso. Y qué decir de Sor Pistola: ese personaje que, quién sabe si por ese influjo del universo Bond sobre mi percepción de Falcó, no puedo sino imaginar, a tenor de la breve descripción física que Pérez-Reverte hace de ella, como Rosa Klebb, la mítica villana que intentara asesinar a Bond con un cuchillo envenenado oculto en su zapato en el filme Desde Rusia con amor. Iré terminando: Tema chicas Bond. O chicas Falcó. Eva Neretva, cuyo recuerdo vuelve a aparecer en Sabotaje, se me antoja como ese amor que nunca pudo ser en la vida del espía español. Es decir, como Vesper Lynd (interpretada, en el filme Casino Royale, por la bellísima actriz Eva Green) en la vida del espía británico. Y qué decir, por ejemplo, de otras similitudes, éstas tal vez más casuales, como esa conversación que, en el filme Skyfall, mantienen Daniel Craig (Bond) con Naomie Harris (Moneypenny) al respecto del tiro que, erróneamente, ella le había pegado a él cuando luchaba con un hombre encima de un tren, y en la que teorizan brevemente sobre blancos móviles y blancos fijos, un tema de conversación que se repite en Sabotaje. Podría deciros muchos más detalles, o coincidencias, que advierto entre ambos personajes de ficción, pero tampoco es cuestión ni de destripar el libro ni de aburriros, así que ya me despido de vosotros no sin antes deciros que si queréis un buen libro para entreteneros, para viajar al París de los años 30 del siglo pasado y moveros por sus lugares más emblemáticos, sus calles o sus hoteles, para respirar el ambiente de los clubes, los bares y los restaurantes de la capital del Sena, para conocer qué se bebía, qué se fumaba o cómo se vestían, en aquella época, y, sobre todo, para disfrutar de una pedazo de novela de acción y espionaje que te mantiene en vilo casi 400 páginas, sin duda Sabotaje es la mejor opción que, a día de hoy, puedes tomar en la librería o la biblioteca.

Ah, y sí, no os creáis que voy a terminar esto así. Que tengo que compartir con vosotros un detalle que no me gusta nada del libro: que no lo tengo firmado, cojones. Que Pérez-Reverte se prodiga poco por Zaragoza y a mí ir a Madrid en su busca para que lo firme no me viene del todo bien.

Ojalá y algún día coincida con el maestro.

Mientras tanto, seguiré disfrutando de sus novelas.

Salud y cultura, amigos.

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